Nuestro rugby en el mundo
Por obra y gracia de la generosidad francesa, el rugby argentino cumplió ya más de 60 años desde su primer partido internacional propiamente dicho (“cap” es el nombre que se le da a cada match internacional oficial que disputa un jugador). En realidad, hasta bien entrados los 70, sólo Francia reconocía al rugby argentino como rival ante el cual admitir que se había disputado un test-match. Las demás potencias, poco menos que jugaban como tapándose la nariz. Es decir, venían de visita, la pasaban fenómeno y nos ayudaban a crecer; pero de oficializar las confrontaciones, ni hablar. Esos fueron, por ejemplo, los casos de los partidos que Los Pumas les ganaron a Gales (1968), Escocia (1969) e Irlanda (1970), este último ya en el estadio de Ferro con platea de cemento en plena construcción. Es decir que, tanto los mencionados como Inglaterra (13 a 13 en 1978), ahorraron resultados negativos en sus historiales, pese a que jugaron con lo mejor que tenían a mano.
Así es el asunto en el rugby internacional. Existen ocho países (los europeos citados más Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica) que integran en serio el Internacional Borrad (la FIFA del rugby). Los demás, Argentina incluida, tienen voz cuando a alguien se le ocurre escucharlos, pero de votar con mínima influencia en las decisiones, ni hablar. Ellos mandan; los demás, por buenos que sean, son miembros invitados que aceptan las reglas de juego sin chistar. El mejor ejemplo fue el del Mundial 2003: los Pumas, quintos en el Mundial 1999, fueron desplazados de su condición de cabeza de serie. Así, se vieron obligados a jugar, nuevamente, el Grupo de la Muerte en un certamen que, a diferencia del anterior, ya no tenía play-offs en octavos de final, algo que daba chance a algunos terceros de grupo; forzada a jugar su chance ante Australia e Irlanda (ante estos últimos se programó el partido en la colonia irlandesa más importante que hay fuera de las islas, en Adelaida) el margen fue escaso y la eliminación –ajustada– un hecho.
A Los Pumas no se le perdonó haber “arruinado” el esquema de cuartos de final en adelante del Mundial de 1999: Dublín fue la sede para una semifinal entre Francia y la Argentina, con los locales sentados en la tribuna. Es más, no sólo no los perdonaron entonces sino que el rencor perdura: para el Mundial de este año, Los Pumas, sextos en el ranking mundial, se cruzarán de entrada con Franca e Irlanda. Malas noticias para ellos, pero no nos deja ni un poco del margen que sí tendrán equipos como Gales o Escocia, sensiblemente inferiores a la Argentina de estos años.
No se trata de poner excusas a diez meses vista. Se trata de entender que, en el contexto mundial, somos convidados sin más peso que el de nuestros jugadores. A propósito, gracias al rendimiento de nuestra elite en los clubes de Europa y al enorme rendimiento del seleccionado conducido por Loffreda en los últimos tiempos, no son pocos los que empiezan a hablar seriamente de que nuestro rugby disponga de competencias anuales estables y de prestigio. Se habla de un Siete Naciones (parece un disparate sumar un sudamericano entre seis europeos); se balbucea la chance de un Cuatro Naciones, armando un esquema de Hemisferio Sur más lógico en lo geodeportivo (y en lo climático), pero paradójicamente más oneroso por cuestiones de traslado y fechas. Como sea, de esto hablan especialmente en Europa y en el Pacífico Sur. En la Argentina también se dicen cosas, pero rara vez se escucha al respecto a dirigentes de la UAR. Por lo bajo, lo primero a que se hace referencia es a que el problema de costos convierte a la ambición en utópica.
Mientras tanto, el comienzo del tradicional torneo europeo afianzó la percepción de que, de tener una posibilidad, la Argentina lucharía un tercer puesto con los ingleses. Eso, en el peor de los escenarios. Pero no se ilusione demasiado, porque las posibilidades deportivas y el peso institucional de nuestro rugby son cosas tan distantes que parecen formar parte de deportes distintos. A veces, cuando uno recorre el derrotero dirigencial, tiene la sensación que en algunos escritorios el nombre de William Webb Ellis se asocia más al autor de varias operas rock que al del presunto muchacho que, una mañana, en la escuela de rugby, tomó la pelota de fútbol con la mano y corrió hasta la meta provocando un vacío reglamentario que, por cierto, Macaya Márquez no se hubiera aventurado a sentenciar.
Así, mientras Italia pucherea en el juego lo que supo adquirir con euros y un par de impactos de la mano del cordobés Diego Domínguez (un argentino, lejos, el mejor rugbier italiano de la historia... siguen las paradojas), Los Pumas se conformarán con un par de partidos con equipos de clubes británicos; esos clubes que se nutren cada vez más con nuestra materia prima.
Mucho antes de que, en 1965, un periodista sudafricano decidiera que el jaguareté del escudo de la UAR era un Puma, en aquellos años 30 en los que El Gráfico podía abrir un ejemplar con una nota de 15 páginas de la Doble Bragado, el mítico Borocotó simplificaba su desprecio por el rugby diciendo cosas como que era el único deporte en el que, para avanzar, había que tirar la pelota para atrás, o que el del rugby era el único aficionado que aplaudía cuando tiraban la pelota afuera. Hoy, camino al sexto Mundial, Los Pumas cuentan con un capital invalorable: su compromiso por lograr todo aunque te den nada, y el apoyo de usted, que tal vez era de esos que creían que el rugby era poco más que treinta tipos tirándose uno encima del otro para después del partido emborracharse hasta la deformación, pero que a esta altura convirtió al seleccionado argentino de rugby en un equipo del alma.
POR GONZALO BONADEO