EL EMPUJE DE LA 31
El Club Social y Deportivo El Campito, con la colaboración de rugbiers voluntarios, puso en juego la ovalada en la Villa 31. A pesar de identificarse el rugby como un deporte de elite, los vecinos lo tomaron como una herramienta para la formación de los pibes y aprovechan los terceros tiempos para debatir problemas barriales.
Por Nacho Levy
Sobre la misma tierra en la que solía jugar al fútbol el padre Carlos Mugica, entre las piedras y el pasto de la Cancha 9, en un pulmón de la Villa 31 de Retiro, Fisi carga una pelota ovalada y descarga vehemencia, hasta que un tackle lo derriba. Se le sale una cascarita, pero no la sonrisa. Y se levanta. Con la pelota abajo del brazo, empuja y busca apoyo, resiste y avanza, a un costado de la autopista Illia, donde más de 50 pibes juegan y se ríen todos los sábados detrás de una pelota de rugby, que nunca antes había caído por esos pagos.
Julián Wald, vecino y referente del Club Social y Deportivo El Campito, junto a Martín Dotras, un ex rugbier que brinda semanalmente un servicio médico gratuito a la comunidad, abrieron hace cuatro meses una grieta ovalada entre tanto fútbol, principal accionista de ilusiones en el barrio, como una propuesta para fortalecer el trabajo en equipo.
Desde la perspectiva de un auto que avanza por la autopista, no se puede ver la cancha de entrenamiento. En esa dirección, sólo se divisa un inmenso cartel publicitario de ropa deportiva, detrás de la muralla que marca el límite de la villa, con ladrillos prolijamente pintados de bordó. Del otro lado, en su cara al barrio, la misma pared está apenas cubierta de concreto. Nada se ve igual. “Poder jugar al rugby en la villa es un sueño que teníamos desde hace mucho tiempo”, confiesa Julián, profesor de educación física y miembro fundador de El Campito, una organización comunitaria integrada por vecinos y voluntarios de otros barrios, que trabaja con el deporte como eje desde el año 2000, con sede en la casa 30, de la manzana 32, en el barrio YPF.
Históricamente apropiada por sectores aristocráticos, la pelota de rugby aterrizó en la 31 de la mano de un grupo de jugadores y ex jugadores de Coronel Suárez, que propone abrir el juego. “Pareciera ser que el rugby es para cierta clase social, y eso nos parece una cagada. Nuestra propuesta es que sea un deporte para todos, no sólo para los que más tienen, y que mucha gente se involucre porque, desde nuestra pasividad, nos cabe gran responsabilidad de lo que estamos viviendo”, explica Martín Dotras, que se acercó en principio a la Villa 31 para colaborar como médico, pero pronto se convirtió en entrenador de rugby. “Cuando uno conoce, se integra –señala–. Ante la necesidad de trabajar desde el deporte, pensamos en esta opción y acá estamos, pero aunque uno esté dando una mano en lo deportivo, si se entera de que a uno de los chicos se le prendió fuego la casa y no tenía agua para apagarla, es imposible mantenerse al margen. Justamente, la idea es usar los terceros tiempos, que son un espacio de charla e intercambio, para hablar de las problemáticas que tenemos.”
La convocatoria comenzó con carteles pegados por todo el barrio, que invitaban a sumarse a Los Pumas del Campito. Los vecinos del club Cancha 9, un espacio emblemático de la Villa 31, ofrecieron su potrero para dar lugar a la actividad, aunque obviamente no hay aún haches de rugby y los sectores de césped son apenas porciones, en un terreno de tierra y piedras, siempre colmado de pibes y rodeado de casas precarias, de ladrillo sin revocar, desde donde los vecinos siguen los entrenamientos mateando y colaboran enfriando las botellas de agua. “A partir del boca en boca, se fueron sumando chicos –asegura Julián– y hoy ya son más de 50, que están muy enganchados porque, cuando ellos ven que hay compromiso, se toman las cosas muy en serio.”
Con rugbiers de 5 a 24 años, hay energía concentrada todos los sábados, en torno de cinco pelotas ovaladas que van y vienen por el aire desde temprano, hasta que comienza la práctica, a las 11 de la mañana. “No bien llegamos, nos juntamos y hablamos un toque. Todos juntos limpiamos la cancha, porque siempre hay piedras o algún vidrio. Y ahí empezamos nomás, con ejercicios, tocata o partido. Después nos sentamos y hablamos otra vez”, afirma Matías Segovia, y César Vega agrega que “antes pensaba que jugar al rugby era tirarse piñas, pero acá descubrí que sirve para hacerse amigos, hasta del equipo rival”.
Los problemas no se eluden en El Campito, se afrontan, y ésa es la base de la propuesta. “Nosotros creemos en otro tipo de sociedad, donde la gente se comprometa y no esté siempre mirando todo desde afuera. Eso hay que aprenderlo desde chico, por lo cual tenemos espacios de reflexión. Y el rugby es una escuela que luego sirve para manejarse en la vida cotidiana”, explica Julián, filtro permanente entre los temores paternos y el contacto físico que conlleva el rugby. “Las familias de los pibes están contentas, y el tema de la violencia en este juego es relativa, porque se trata de la violencia propia de la naturaleza humana, pero bien canalizada y como parte de un juego.” Adrián López, vecino de la 31 desde hace 12 años y primer saltador en la hilera del line, lo ratifica: “Antes capaz veías a los pibes fumándose un faso en la esquina, o quizá los sábados se ponían en pedo, y en cambio ahora piensan en entrenarse. Yo empecé a jugar al rugby porque me gustaron los partidos de Los Pumas, pero también por la fuerza que hace falta poner. Acá te sacás la bronca, o te descargás si venís de una semana complicada de laburo, y después terminás dándote la mano con los rivales o tomando una gaseosa”. También para Ezequiel el rugby es un lavadero de emociones y considera que “es un deporte muy honesto, porque hace que uno deba trabajar en grupo y permite transmitirles a los más chicos esa unión que demostró la selección en el Mundial”.
Apenas un partido tuvo hasta ahora el equipo de la Villa 31, ante el club Virreyes, otro emprendimiento que tomó al rugby desde un enfoque social, para integrar a los pibes de la zona norte que no viven la realidad socioeconómica de los juveniles del SIC o el CASI. Y ese encuentro sirvió de motivación para que los entrenamientos sabatinos se multiplicaran en la semana de El Campito. “Ahora estamos más cerca y nos reunimos más seguido para hablar de otras cosas, como lo hicimos cuando fue el corte de la autopista. Participamos porque quieren sacar la villa”, explica César. Y Matías, autor de un try inolvidable en el debut ante Virreyes, agrega que “el reclamo es para que la urbanicen y el corte es para que escuchen ese pedido, pero hay gente que no lo entiende. Muchos dicen que todos los de la villa vivimos acá porque no pagamos luz, ni agua, y nosotros estamos diciendo que sí queremos pagar. Mi barrio no es malo. No digo que acá son todos unos fenómenos, pero la villa no es una porquería. Este barrio está bueno, y eso se ve en este equipo, que tiene compañerismo a morir”.
Ponerse la camiseta de El Campito, para jugar y conocer nuevos amigos o lugares, es una experiencia que hace brillar los ojos de Matías. “Tenemos huevos y nos motiva mucho representar al barrio. Si dicen: ‘Estos son de la villa’, nosotros nos lucimos y no nos afecta, porque sí, somos de la villa.” También el pecho de Adrián se infla cuando se habla de jugar en nombre de la 31: “Estar defendiendo al barrio es hacer que se conozca nuestro lugar y que todos sepan que acá hay equipo, para que la sociedad vea que una villa no sólo tiene droga y delincuencia”.
Algo de esa parte más iluminada y menos publicada de la Villa 31 aprendió el entrenador del equipo, Dotras, cuando a poco de iniciar la atención médica en el barrio, se encontró con un hombre mayor, adoptado por los vecinos. “Una señora me pidió que fuera a ver a su abuelito, porque había llovido y estaba inundado. El hombre, de cincuenta y pico de años, parecía de 70, y había llegado hace mucho desde Santiago del Estero, casado con una mujer 20 años mayor, con la cual vivió mucho tiempo en la villa, debajo de un árbol. Cuando murió su esposa, se deprimió, y los vecinos lo tomaron como un abuelito. Le hicieron la casilla y todos los días le dan de comer. Esa preocupación por el vecino del otro lado de Libertador no está. Yo vivo en Recoleta, y cuando quise dejar la bicicleta en un palier que nadie usaba, tuve un gran problema con el consorcio. Uno sale de acá con ruido en la cabeza, y replanteándose todo, incluso dónde vivir.”
No es aislada la propuesta del rugby, ni la lucha de Julián. La historia del barrio generó espacios de contención y formación para sus pibes, construcciones que no están en venta ni en peligro de derrumbe. “Acá hubo mucho sacrificio y mucha sangre derramada como para regalar este lugar. Por esta tierra murieron Lucía Cullen, el padre Mugica, el hijo de Nora Cortiñas... Tenemos 15 desaparecidos en el barrio y eso no se negocia. Con humildad, nos sentimos continuadores de toda esa lucha. Y sería bueno saber cuántos muertos se han generado en las villas desde los ’90, pero de esa inseguridad no se habla. La baja de la imputabilidad es un verso de los que lucran con esta sociedad injusta. Si los pibes salen a delinquir es porque no tienen la posibilidad de estar integrados a algo, o de ocupar su vida en otra cosa. La única solución para la violencia, o la inseguridad como ellos dicen, es integrar a los pibes.”
Del lado sin pintura de la medianera con la autopista, la organización comunitaria de la 31 en la lucha contra el paco crece y se fortalece con el esfuerzo voluntario de los vecinos. “En El Campito, donde también se da la merienda y se trabaja en una huerta comunitaria, hay compañeros que ofrecen asesoría jurídica, apoyo escolar y otras actividades. Pero además, existen en el barrio un montón de comedores, cooperativas de mujeres de trabajo, grupos de recreación, espacios para la salud, asociaciones contra la droga... Sería bueno que los medios mostraran eso, para terminar con la falsa imagen que existe del barrio, como si acá fuéramos todos vagos, o fuésemos los causantes de la inseguridad. Esos prejuicios se basan en el desconocimiento de la realidad”, manifiesta Julián, que tiene 43 años y pelea desde hace cuatro por la construcción de la sede del club El Campito, “sin que venga ni un solo ladrillo gratis, como anda diciendo alguno por ahí”.
La pelota va de mano en mano, en el último juego del entrenamiento. Y mientras tanto, a las palabras de Wald las rellena de historia Axel Rua, que apenas tiene 11 años: “En este barrio vivía el padre Mugica, un señor que defendió la villa hace mucho tiempo. Cuando él salía de la iglesia, unos terroristas le pegaron siete tiros, porque él defendía a nuestro pueblo y a los políticos eso no les gustaba. Ahora, nosotros sentimos que defendemos al barrio cuando vamos a jugar al rugby, porque es un juego que ayuda a mostrar que la villa no sólo es peligrosa. Acá también se puede jugar”.
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